Amar la belleza

en el verso del

amigo

 

ORLANDO GALLO ISAZA

Taller de Escritores Biblioteca

                                                                                Pública Piloto de Medellín  

 

 

Ahora, cuando algunas Cajas de Compensación Familiar incentivan la afiliación masiva mediante la oferta de poder asistir gratuitamente a talleres literarios coordinados por prestigiosos escritores nacionales, pienso en lo exóticos que resultamos los fundadores del Taller de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que en febrero de 1978 asistimos a la convocatoria hecha mediante un pequeño aviso clasificado en el naciente periódico EL MUNDO.

 

En la inscripción, gratuita y harto sencilla, alguien tomaba unos datos personales y alguien hacía unas indagaciones generales. Este último era un sujeto joven que no recuerdo si de viva voz o mediante una escarapela, se anunciaba como un sicólogo, lo cual producía, de un lado, cierta confianza en la seriedad del procedimiento y, de otro, cierta intimidación.

 

No sé a cuantos disuadió ese precario análisis conductista en el que de pronto nos veíamos inmersos, pero en todo caso, como pudimos percatarnos más adelante, no resultó ser especialmente eficaz como filtro de “normalidad”.

 

Porque las sesiones iniciales fueron en verdad una suerte de locura.

 

El primer debate prolongado, como supongo sucede en toda iniciación, fue acerca del origen de la vida. Duró varias semanas y terminó o se clausuró provisionalmente al menos, con el triunfo de la opción evolucionista, en un claro signo de la prevalencia de estudiantes universitarios en la composición del heterogenísimo grupo.

 

Había estudiantes de ingeniería, de sicología, de derecho, de medicina, de filosofía, de comunicación social, de teología y de artes. También algunas mujeres de edad incierta y matrimonio tambaleante; drogadictos de las mejores familias; orates a los que la constitución de 1991 cambiaría su vocación de escritores por la dedicación exclusiva y casi fervorosa a la acción de tutela.

 

Quiero detenerme sin embargo en un personaje que internacionalizaba el asunto: Luis Noel Briones. Nicaragüense, locuaz, nos sorprendió en verdad con su conocimiento de Rubén Darío y con unos poemas desenfadados que prefiguraban lo que es ahora la mejor publicidad. Poco a poco, al calor de algunos tragos, en las reuniones privadas, que empezamos a tener más allá de las sesiones del taller, y en la medida en que se sentía más seguro por el avance inminente de las tropas sandinistas sobre Managua, pudimos saber que era un combatiente en el exilio que en el colmo de la confianza y, violentando, supongo, su cartilla, a una fiesta que hicimos en Envigado, en la casa de Edgar Trejos, llegó con un compañero de lucha del que supimos por su boca, no era ni ensayista ni poeta ni cuentista, sino un experto francotirador que al día siguiente debía viajar a su país para apoyar desde alguna azotea la infantería.

 

No temo ahora mencionar el nombre propio de Luis Noel, si ese lo era, pues su revolución triunfó y luego fue derrotada en unas elecciones. Su despedida fue abrupta y feliz. Todos anotamos su dirección en Estelí y prometimos escribirle. No sé si llegó a ocupar algún cargo en el Ministerio de Cultura de Ernesto Cardenal y si me perdí una oportunidad de viajar al exterior para leer mis versos. Nunca, en verdad se me ocurrió intentarlo.

 

Como él muchos desertaron. Y, por razones opuestas entre sí. Hubo a quienes fatigó ese proceso inicial anárquico y diletante en el que cerca de cincuenta personas pretendíamos hablar de todo, en profundidad y al mismo tiempo. Es probable que llevaran ya un trecho recorrido en lo de la escritura, que hubieran consolidado algo parecido a una obra y les aturdiera esa feria de opiniones donde la literatura apenas si se mencionaba.

 

Pero el mayor éxodo se dio precisamente cuando nos centramos en los textos que con timidez empezamos a exhibir y cuando, a sugerencia de Juan Luis Mejía y Jairo Morales, comenzamos a fotocopiar e intercambiar. Y más aún, cuando se nos propuso enfrentar aquello críticamente. Fue ahí cuando, de verdad, comenzó el trabajo de taller.

 

La narrativa empezó entonces su reinado, de seguro por ser materia más aprehensible que la siempre esquiva poesía y nos confrontamos de pronto con lo que el otro, nuestro contertulio, hacía, con herramientas distintas al gusto o al disgusto.

 

Quienes habían creído hallar una tribuna atenta para sus disquisiciones, encontraron aquello bastante aburrido y se alejaron. Es probable que alguno oficie de concejal en un municipio cercano y que otro haya participado en un Salón Nacional de Artes con una sesuda performance que incluya un video y media docena de medias de seda.

 

Los demás, ¿doce, trece?, permanecimos. Por tozudez, por azar o falta de mejor programa.

 

Vinieron, ahí sí, el decálogo de Quiroga y los textos de Poe y de Cortázar sobre el cuento, la sosegada lectura de Faulkner y de Onetti, en voz alta y mientras el ultimo sol del miércoles se filtraba por las celosías del auditorio de la Piloto y, sobre todo, esas prolongadas conversaciones que continuaban en la cafetería y hasta el centro, pasando el puente Colombia y, si se reunían otras monedas, podían terminar en el bar del “Suave”, entre el barullo de Henry Fiol, Roberto Torres y Richie Ray.

 

Cada semana se repartía un texto, previamente seleccionado, y todos lo leíamos con aplicación, especialmente alguno que debía intentar referirse por escrito, con algún rudimento crítico, a él. Nos vimos, pues, abocados a enfrentarnos a otras voces, cuando apenas ensayábamos nuestras modulaciones.

 

Toscas al principio, irreverentes muchas veces, las opiniones lanzadas comenzaron poco a poco a tener un sustento más objetivo, pues el grupo limaba lo que de veleidoso podían tener; y aquella rutina, repetida durante meses, nos permitió empezar a juzgar la obra de cada tallerista a partir de lo que creíamos pretendía lograr.

 

De todas maneras, las influencias recíprocas se dieron, y nadie era el Maestro, aunque así le dijéramos a Jairo Morales, por ser el mayor, por su adultez o, tal vez, reconozcámoslo ahora, por su sabiduría. Pero su actitud reservada, nada protagónica, lo libraba de comprometedores liderazgos.

 

 

En aquellas reuniones, tan acaloradas como las iniciales, pero ya con un objeto más definido (el texto), a nadie se acataba con irrestricta reverencia, aunque reconociéramos, súbita y periódicamente, el hallazgo feliz de algún compañero y sintiéramos un poco que nos pertenecía.

 

Lo demás fue compartir lecturas, alivianar el trecho doloroso que implica cada creación. ¿Quién sugirió a Salinger, a Ford, a Carver, a Cepeda Samudio, a Mutis, a X.504? Entre todos, como quería Lautréamont, a quien también descubríamos, hacíamos, sin saberlo, poema.

 

Mientras tanto, la institución, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para Latinoamérica, para muchos algo así como una avanzada de las Naciones Unidas para legitimar el control del orbe desde la cultura, es decir, desde la ideología, nos creaba en la ciudad, donde otros jóvenes escribían también, un estigma del que yo particularmente no me he liberado aún: ser lacayos del sistema. O en términos menos rudos: No haber abrazado las vanguardias y, peor aún, no haber hecho de nuestra vida la Obra, como quería Rimbaud, pues yo seguí estudiando Derecho, a sabiendas de que un concurso de poesía no se gana todos los años, de que hay que yantar día a día y de que mi padre “tenía puestas en mí sus esperanzas cuando creciera”. Y Sergio Viera terminó medicina y Lucía Victoria Torres, periodismo y Wilealdo García, ingeniería.

 

Y a ninguno hizo daño para lo que más amaba, escribir, haber terminado una carrera y haber pertenecido a ese taller. Incluso, las herramientas teóricas que la academia nos proporcionó pudieron permitirnos enfrentar obras como El Antiedipo o La muerte de la Familia, sin volvernos añicos, como le pasó a algunos amigos en esta ciudad.

 

Todo eso, se sabe, es circunstancial. Podíamos habernos reunido en el Central Park o en la Calle Corrientes, pero la Piloto fue nuestra Itaca y ahí arruinamos nuestras vidas.

 

Y la Piloto trajo, costeando su estadía, a nuestras sesiones, antes que para el gran público, a Borges y Puig; a Cela y a Rulfo; a Juarroz y Schneider; a Jacques Gilard y a Estanislao Zuleta. Y nos prestó un espacio, con fotocopiadora y VHS y publicó nuestros balbucientes escritos en un libro, Trabajo de Taller, en diciembre de 1980; un año y medio después del arribo de Manuel Mejía Vallejo, con su parla exultante, su vaso rebosado y la generosa atención que no dejó de prestar a los integrantes en los quince años que fue su coordinador.

 

Él ofició de editor de aquel opúsculo que reunía los trabajos de doce talleristas, la mayoría fundadores. Zanjó interesantes polémicas acerca de su contenido y de los autores que debía incluir y, con sano equilibrio, le dio espacio al verso y a la prosa, hasta entonces reina y señora en el Taller.

 

Porque si algo tenía Manuel era un fino oído para el poema. Particularmente le debo a él, excelente poeta en sus décimas y coplas, -no así, me parece, en lo único que publicó en verso libre-, una receptiva y estimulante lectura del libro que entonces yo había escrito y que moderadamente elogió, no sin antes advertirme con una sorna que todavía agradezco: ¡Por nada del mundo, chico, podés titularlo “La certeza y la cerveza”!.

 

Pero con Mejía Vallejo el taller volvió a abrirse para una cantidad de gente que llegó atraída, primero, por su prestigio y luego, por lo que él sabía prodigar en cada sesión. Esa conversación embrujadora que era además una lección de vida.

 

A pesar del dominio ejercido sobre el grupo por Manuel, resultaba inevitable que el proceso de decantación recomenzara y que de nuevo se pusieran sobre el tapete, como asuntos serios, la reencarnación o la vida en otros planetas.

 

La mayoría de estos asistentes iniciales sentimos que nos repetíamos y dijimos entonces adiós a todo eso.

 

Continuamos, un poco por inercia, las reuniones en las cafeterías, o en las casas, volviendo de pronto a la Piloto a saludar a Manuel, a Olguita, la secretaria que nos fotocopiaba los trabajos, a Gloria, la directora, o al mismísimo Jairo Morales, parte ya de su nómina en la Sala Antioquia y luego relevo natural de Manuel en la dirección del Taller. Pero la vida empezaba a llevarnos por diversos lados.

 

Llegado ahora a esta edad en que todo sucedió hace veinte años, siento que de ese proceso me queda, sobre todo, una certeza: La amistad, no manoseada por la frecuencia del encuentro, de esos muchachos que me enseñaron a descubrir la más límpida generosidad: amar la belleza en el verso del amigo.

 

Bien precario botín para exhibirle al aprendiz de escritor que se me acerca, bronceado en la religión del buceo, esperando de mí sabiduría comprimida, algo que le permita superarse en el Taller de escritores al que asiste y en el que algún día dirigirá, cuando egrese de este, pues la progresión es geométrica.

 

Por eso más bien opto por referirle algo leído en Selecciones para lucirme -lo reconozco- con la hermosa mujer que lo acompaña: Paul Getty, el multimillonario, acuñó un consejo para quienes querían saber cómo llegó hasta allí desde la nada: ¡Levántate temprano, trabaja duro, encuentra petróleo!

 

 

 

 

 

 

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